Quiero gritar.
Un grito ahogado capaz. Con eso me alcanza.
Uno que no despierte a nadie, ni que moleste.
Uno que libere la tensión que forma este nudo en mi garganta.
Quiero llorar.
Llorar hasta que mis ojos no duelan más. Hasta que no me sienta mal.
Las palabras duelen, pero ¿y el silencio, qué?
El silencio calla, esconde, pero grita tantas cosas: cosas que no quiero escuchar.
Estoy harta de las cuentas regresivas, por todo lo que implican.
Veintiún horas, cincuenta y ocho minutos.
Veintisiete días.
Seiscientas cuarenta y seis horas.
No quiero ni contar los segundos. Los segundos lo harían más real, menos distante.
¿Cuántas veces me puedo quebrar?
Una, o dos. O mil. ¿A qué velocidad?
Hoy me callo, pero no me quiero callar.
AAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA
No sirvió.
El cuarenta y nueve tiene que ser un cuarenta y tres, pero el cuarenta y tres me puede hacer mal.
¿Peor que esto?
Odio esta enfermedad.
Dos pedazos de tela: son sólo eso, nada más.
Dos pedazos de tela que me recuerdan lo que fui, lo que no voy a ser.
Me recuerdan lo que ya no puedo ser.
Aunque poder puedo, pero no quiero.
Aunque querer quiero, pero sé que no debo, por lo tanto parte de mí me convence de que no lo quiero.
No quiero estar mal.
No quiero estar acá.
Quiero salir a la calle y pintar una pared.
Quiero suene mi teléfono, aunque yo sé que no puede sonar.
Escribir ayuda, por ahora.
¿Y mañana?
Mañana veré.
Hoy duermo.
Inseguridades, alejensé.
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