miércoles, 9 de enero de 2013

No sé estar sola, tampoco mal acompañada.

No

estar
sola.

Cuando era chica me acostumbré a las despedidas. Fuese por el círculo de la vida, por mudanzas, por circunstancias desafortunadas, o lo que fuere, mi vida se llenó de lágrimas en los ojos mientras mis labios temblaban diciendo esas asquerosas palabras: te voy a extrañar.
Paseé por los pasillos de Ezeiza, caminé por el cementerio, me escondí en el baño del colegio a llorar. Las despedidas eran mi Roma. Todos los caminos me llevaban al mismo lugar. Con el tiempo aprendí a no confiar en la gente porque, eventualmente, se iban.
No es una de las mejores lecciones de vida.
Supongo que con el tema de las despedidas, soy como un nene que comió mucho chocolate de una sentada y después ya no lo puede ni mirar. El sólo pensar en un biznique o un milka de chocolate blanco y negro aireado le da nauseas. Yo soy así con las despedidas; no me las puedo tragar.
Antes era un trámite, ahora es un viaje que implica planear, prever, ahorrar y pensar.
Me cuesta mucho cerrar un libro, incluso me cuesta cambiar de capítulo (aunque sea yo la que ponga el punto final).


Creo que la despedida más dura fue la mía misma. Fue hace tiempo. Ya no recuerdo tan bien las circunstancias ni la ida hasta ese punto que por mucho tiempo pensé no tenía retorno.
No fue romántico. No fue al atardecer con una sonrisa de esperanza. Pasó de un día para el otro, o de un año para el otro. O capaz fue algo que venia pasando desde que le dije por primera vez adiós a mi mejor amiga de primaria.

Como dije, tengo problemas para decir chau.
Soy de esas que cuando despiden, se quedan ancladas al lugar, sea un pequeño punto en la vereda, o la puerta de un local, o que miran para atrás cada tres pasos (nunca cuatro, nunca dos) para ver si la otra persona pispea para confirmar que a la otra parte interesada también le importa si se mira para atrás para confirmar que sigue ahí. Como si una simple mirada le diera un alivio monstruoso y divino (sí, a la vez) a la parte de mí que dice que todos se van.

Toda despedida puede ser la última porque, según lo que mi experiencia me enseña, al día siguiente le pueden decir a la otra persona que tiene que viajar a España por trabajo, que no puede ir más a tu facultad porque mezclaron los cursos de varones y de nenas; puede aparecer un severo caso de neumonía, puede colapsar sobre tus brazos, puede hacerse un coágulo, puede darle un acv.
Toda
despedida
puede
ser
la
última
despedida.

Incluso, esta podría ser la mía.
Capaz de acá a mañana me pisa el 39 que me tengo que tomar para ir a Santa Fe y Callao. Capaz como demasiados damascos hasta que mi estómago reviente. Capaz hago enojar tanto a mi señora madre que por fin se da media vuelta y me quema con su mirada de rayos radioactivos.
Nunca sabemos.

Capaz es por eso que vos no te vas. Capaz es por eso que lo que sea que piensa por mí cuando de tu nombre se trata, me es imposible sacudir la cabeza y seguir adelante.

Es por eso que cuando pienso en eventos a futuro (en salidas, en citas, en viajes), lo que más pienso y planeo es cómo decir chau. Es por eso que en este momento mi cerebro se está volviendo loca por pensar cómo hacerlo esta vez.
Porque no quiero cerrar el capítulo, ni el libro. Y te lo quiero hacer saber, sin gritártelo a la cara (¿de nuevo?).

Lo que rescato de mi odio a los finales, es que me hacen hacer disfrutar más el desarrollo.
Dadas las correctas combinaciones de factores, mi temor por las cosas terminales me hace explayarme y demostrar con gestos y palabras y miradas y caricias y canciones o lo que sea en el día a día.

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