jueves, 28 de febrero de 2013

Fever.

El cuerpo arde. Desde la punta del pie hasta las puntas del pelo. El fuego infla la habitación con gritos ahogados y ruegos a una deidad abandonada suspirados entre respiración entrecortada y miradas intercambiadas. Las manos se convierten en humo de un color imposible de siquiera divisar en la oscuridad de la noche y del silencio. Rompe los huesos, o al menos así se siente. Los corroe o los convierte algo tan intangible como las palabras que la mañana ahuyenta o el punto (¿y coma?) que escribe la llamada de la realidad en la puerta. Los dientes incineran el cuello y los labios chamuscan todo espacio que caminan en la piel. Todo mapa previamente trazado o esquema ideado se vuelve ceniza con la combustión producida por tu cintura abrazando la mía. La llama de tus yemas arañando tanto mi mente como mis piernas me sugieren que quizás, tal vez, capaz, quemar no sea lo mismo que escocer.

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