No había manera de escapar. La habitación ya no tenía ventanas y la puerta estaba tapada por todas las palabras. Lo único que podía hacer era sentarse y esperar. ¿Esperar a qué?
Una y otra vez se preguntaba qué hacía ahí, cómo había llegado. Parte de ella deseaba haberse detenido. Advertencias no le habían faltado en el camino. Ahora se encontraba lo suficientemente deshecha como para sentirse ajena a ella misma, pero no como para colarse entre los huecos en la pared hechos por los clavos que sostenían los amargos recuerdos de la realidad.
Estaba atrapada entre su razón y el fuego rojo que crecía a su lado cada vez que se dormía repitiéndose a si misma la misma secuencia. Era tan simple como uno, dos, tres.
Ella no quería eso. Quería -5, -20, -10.
Al menos ahora había luz. Ya no tenía que cubrirse en la oscuridad que vivía entre esas quince letras. La luz era blanca y se reflejaba en su espejo. Ella no quería blanco, quería violeta, pero bueno.
Cada noche se paraba frente a ese espejo y observaba: seguía las líneas del tiempo y del fuego que bajaban por su cuello y se perdían entre sus piernas. Con los segundos que pasaban en un mundo donde ya no se medía en minutos (sino en llamas, en distancias figuradas, en silencios mudos que deberían de gritarle al viento), con los ojos cerrados trazaba el camino del toque eléctrico que la había encerrado entre esas cuatro paredes.
Suspiraba rogando que sus pulmones arrasaran con todo desde los cimientos, pero su cuerpo era tan frágil como se había prometido nunca más serlo, y su aire no era fuerte porque no contaba con su aliento. Era la peor condena. Estaba forzada a vivir y pelear esa guerra que era imposible de ganar.
Con hombros caídos, la mirada perdida en ojos omnipresentes y a la vez ausentes, y sus rodillas hechas gelatina sabor a noche de verano con sus dedos entre su pelo, se detenía a admirar el paisaje. Cada tanto había uno. Eventualmente, se daba cuenta que eran espejismos en el humo, que estaba tan sólo a pasos de ser negro, pero mientras tanto esbozaba en ese paisaje un futuro que por pura inocencia o esperanza ilusoria, se sentía posible.
Secretamente, deseaba poder mentirse. Quizás podría decirse que esa habitación era más grande, o dibujar en aire condensado un cuerpo y un abrazo como el mismo que la mantenía prisionera, pero diferente. Quizás podía repetirse lo mismo una y otra vez, como cuando era chica y su mamá le decía que las pesadillas estaban sólo en los sueños; que no había manera de que los monstruos cruzaran el umbral y pisaran su vida. Ahora los monstruos bailaban en su estómago y viajaban por su sangre caliente.
Para no perder la razón actuaba situaciones nuevas en base a las viejas. Recitaba líneas, coloreaba las paredes con sonrisas y escuchaba a las paredes cantarle de vuelta sus gritos. Recorría su cuerpo trazando mapas nuevas y viajes alternativos, convirtiendo el desierto en un océano donde quería que su captor se ahogara. Inventaba idiomas muertos que sus labios pronunciaban a la perfección, y teorizaba esquemas en base a la parábola inversa que latía extasiado su corazón.
La razón siempre volvía. Las conversaciones en su mente eran mentiras, y eran sólo sus manos las que peleaban contra la marea de su cuerpo. Su idioma estaba muerto y olvidado, y los esquemas habían sido borrados por las lágrimas vacías que lavaban su piel.
Perdón por el fuego. Yo sólo quería quemarme.
Nunca quise consumirte.
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