- ¿Egoísta? Dios, si vos sos pecador, ¿yo qué soy?
- Una pelotuda.
- Perdón. Te juro que no alcanzan las palabras para explicar cómo me siento.
- Un día de estos tendrías que intentarlo al menos.
- No puedo.
- ¿Por qué no?
- Porque mis palabras están demasiado ocupadas escribiendo en otra página.
- ¿Y mientras tanto qué hago?
- Olvidame.
- Cómo si fuese tan fácil.
- Lo es. Debería de serlo.
- Debería, pero
- Pero nada: olvidame.
- Me la hacés tan fácil. Me decís todo lo malo, me empujás, me hacés odiarte, pero sin embargo, acá estoy. No sé por qué te extraño. No entiendo ni siquiera por qué mierda te quiero.
- Te juro que yo tampoco.
- Pero sin embargo lo hago. Y mientras vos estás demasiado ocupada peleando con tus palabras, yo estoy acá esperando que escribas el final de la página.
- No la voy a terminar.
- ¿Por qué?
- Hay historias que tienen un final conciso. El personaje muere. Fue todo un sueño. Todos sufren. Comen perdices. Lo que sea. Pero cada tanto, hay historias que dejan un final abierto para que cada uno llene las próximas líneas con lo que uno quiera, con lo que uno esperaba, porque quien escribe sabe, sin lugar a dudas, que ninguna palabra que pueda ser escrita o pronunciada va a siquiera compararse con lo que los lectores y los personajes esperaban.
- ¿Yo soy eso? ¿Soy uno de tus finales abiertos?
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