De repente ya no estaba más encerrado entre esas cuatro paredes. El frío del viento que corría más rápido que el tren lo perforaba. Miraba sus zapatos tan negros como siempre, las hojas naranjas bajo sus pies, y se preguntaba cuándo había sido la última vez que el crujir del otoño le había robado una sonrisa. Podía oler la lluvia aproximarse de la misma manera que podía oler la tinta de la impresora de su oficina en sus manos. La gente pasaba de un y otro lado y se ponía en posición en el punto exacto donde la puerta se abriría. Él todavía tenía el sabor en su boca de cuando, años atrás, solía preguntarse si las personas tenían un sexto sentido o si esto era gracias a la magia de la vida. Ahora sabía la respuesta: pura rutina.
De nuevo en la habitación sus piernas le exigían moverse. ¿A dónde? Todavía no sabían. Un trago más y sus labios besaban el hielo y el whisky aguado que el vaso ya no tenía. Su cabeza le pesaba, apoyada en el respaldo de su silla. Cerraba nuevamente sus ojos para intentar escapar, pero los intentos eran fútiles. La oscuridad de la noche, el reflejo de otra serie insípida de televisión en los vidrios de los ventanales, el ruido imposible de apagar u opacar del silencio haciendo eco en la cafetera y en la ducha del baño de atrás. Había vacío abismal en cada rincón que mirara. Las manijas del reloj le recordaban del tiempo yéndose de sus manos, como el control de su vida, el respeto hacia su lugar de trabajo, el amor que lo solía llenar. El humo saliendo de su boca escribía formas en el aire condensado, imposibles de leer o descifrar. Sentía el calor viajando por su traquea hasta incendiar los pulmones, y rogaba que un día de estos el fuego lo lograra matar.
Nuevamente en la estación, esperaba. Lo mismo de siempre: mismo lugar, misma gente. Las telas eran siempre de los mismos tonos opacos, imitando las sonrisas de las personas que no le pedían permiso al pasar. Reducido a un número, a un árbol cuya única tarea era echar raíces en aquel lugar, haciendo cuentas que nunca jamás daban un resultado que no debiese de dar, balanceaba su peso de una pierna a la otra.
Recordaba este día como cualquier otro, aunque no lo era. En un abrir y cerrar de ojos, el tren estacionado frente a su rostro lo había empujado hacia atrás y las sombras de personas apuradas para entrar golpeaban tanto su cuerpo como su espíritu en el afán de lograrlo. En cuestión de segundos el contorno del tren se difuminaba con los bordes de los edificios y los negros oscuros del horizonte de la ciudad.
Sus piernas esperaban órdenes, pero su mente se rehusaba a extenderlas. Asustado, mejor dicho en pánico, notó el color en su abrigo mientras sus piernas rosadas seguían el ritmo del claqueteo de sus zapatos sobre el suelo frío. Él no podía más que mirar -¿admirar?- cómo sus ojos se detenían a mirar el tiempo pasar en el pequeño torbellino de colillas de cigarrillo y papeles dejados atrás que revoloteaba al pie de las escaleras. Nuevamente el mismo destino: el tren abalanzándose sobre su mañana, la horda de personas en guerra por un lugar para refugiarse del frío del mundo, sus pies anclados a la tierra y sus ojos fijados en el calor de sus labios moviéndose al ritmo de una música que sus oídos no podían escuchar. Lentamente se sentía perderse en el toque eléctrico de sus dedos contra las rejas ahora violetas a su lado. Su garganta inundada por nudos y sedienta de ella.
La habitación de repente emitía calor. Sus ojos avistaban los rojos en las paredes y los tonos violáceos en su piel. La luz se colaba entre la persiana y los espacios entre sus dedos, alumbrando su espalda desnuda a su lado. Mas allá, notaba un vaso de agua a medio llenar.
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