Miro el reloj y pienso en cómo todavía no llegaste. Impaciente, empiezo a contar las palabras que quiero escribir en tu espalda con mis uñas y a escribir las que quiero poder decir. Me miro al espejo y asimilo la paranoia y la mezclo con los nervios y siento la masa revolotear en mi estómago con el mover de las alas de las mariposas que aparentemente en algún momento ingerí. Repaso en tus sonrisas cuándo fue que caí en la tentación de tus promesas y abrí los ojos para ver que mis paredes ya no eran tan mías, y mi cuerpo tenía tu firma, y mis labios comenzaron a extrañar tu piel. ¿Cuándo fue que llegaste y sacudiste mi mente de tan fácil manera como tus manos sacudieron los dados sobre la mesa mojada de un bar que te mantenía lejos mío, pero más cerca de lo que muchos habían logrado llegar?
Miro el celular y e intento convencerme de que el tiempo no es más que una construcción social y que mi mente se equivoca al decirme que el espacio que nos separa en este momento no existe porque te siento tan cerca como la última vez que te vi y te abrí para irte la misma puerta que hoy te quiero ver cruzar. Pienso en cómo esto te va a asustar: casi tanto -o más- como a mí mientras pienso en qué palabra le sigue a esta y a esta y a esta y en cómo te quiero saludar sin palabras cuando te vea, aunque estas sean verdades que ya los dos sabemos.
Pasan horas en cuestión de minutos porque mi cabeza va a setecientas revoluciones por nanosegundo pensando en que tengo miedo, y que el miedo no importa, pero que el miedo está ahí para recordarme que estoy viva y que esto es lo que quiero porque precisamente el miedo me impide olvidar que esto es un riesgo que quiero correr.
Miro el reloj. Todavía no llegaste. Probablemente cuando vuelva a leer esto ya te hayas ido. Y todo esto va a seguir pasando.
Increíble.
No hay comentarios:
Publicar un comentario