Se despertó y, todavía con los ojos cerrados, estiró el brazo en busca de su cuerpo. El vacío lo hacía sentir como si le faltase una parte misma de él. Era la misma historia todas las mañanas: despertarse y pelear la sensación de ese síndrome de miembro fantasma. Todavía podía sentir su perfume en la almohada y el peso de su cuerpo en el colchón, pero la luz de la mañana siempre le recordaba que era todo una ilusión y lo incapacitaba. Era como si los 206 huesos de su cuerpo repentinamente se rompieran mientras alguien tiraba de sus piernas y brazos para lados opuestos y escarbaba en su pecho en busca de algo que él pensaba ya no estaba y se había ido con ella.
Abrió los ojos y respiró el vacío, intentando así capaz incorporar alguna partícula de su ser que hubiese quedado flotando en el aire o escondida entre los dobleces de las sábanas. Miró el reloj sentado en la mesa de luz, burlándose de él mientras gritaba los recuerdos de las horas gastadas en los números verdes de sus luces led. Más allá de la mesa, vio el ropero abierto: violado y ultrajado, desnudo del cincuenta por ciento de sus pertenencias y forzado a vivir con sólo la mitad de las cosas que había aprendido a decir suyas.
Se sentó en la cama deshecha con las piernas pálidas (tal vez por el frío, tal vez por el miedo) estiradas cada vez más, como si fuesen a descolocarse de su propia cadera y tomar carrera para ir a buscarla.
La luz de la mañana, colándose por los agujeros de la cortina, iluminaban la habitación, forzándolo a ver los porta-retratos vacíos o volcados sobre los muebles en su vergüenza y él, poco a poco, se dejó ir a ese lugar adonde siempre iba: la duda lo carcomía como alguna vez había hecho su amor o la sed insaciable de ella.
En orden, su mirada pintó signos de interrogación en las paredes de la habitación que demandaban saber dónde estaría, si estaría sola o el nombre de quién la hiciera vociferar su pasión entre gritos estos días.
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