domingo, 10 de marzo de 2013

El juego de la vida.

Me encantaría poder usar mis palabras,
pero mi mente está demasiado ocupada descifrando cómo se mueve el caballo
y qué hiciste con tu reina cuatro turnos atrás.
Pienso diez movimientos adelante en el tiempo,
treinta oraciones que quiero llegar a decir
pero, para cuando llega el momento,
perdí mi turno y me perdí a mí misma en el juego.

Apostar siendo neurótica no es fácil.
Tengo la mano, las fichas, las cartas en el tablero
y mis manos tiemblan con miedo
porque siempre hay lugar a una pizca de duda en una mirada amiga
que da lugar a una mentira porque todos quieren ganar.

¿Ganar qué?

Lo que todos queremos no es una gran entrada
sino una salida triunfal.
Queremos poder darnos vuelta,
ver nuestra sangre y sudor en la mesa,
recordar el suspiro de alivio cuando nuestra mano nos dio aires de grandeza
y sentir...

¿Sentir qué?

Sentir la adrenalina corriendo por nuestra sangre.
Sentir la derrota por fin drenándose por nuestros poros,
goteando por las patas de la silla
y dejando un charco en nuestro lugar mojado con nuestras inseguridades.

¿Eso es ganar?

Siento como los otros jugadores de la vida sienten el hedor de mi miedo.
De la neurosis a la psicosis hay sólo un par de pasos a caminar.
Veo en sus miradas el rojo de la codicia de la victoria porque
todos quieren ganar,
pero entre esos ojos busco el par que resalte en tonos violáceos
que me recuerde en mi peor momento que lo que yo estoy buscando es lo más cercano
a lo que una atea como yo puede considerar pecar.

Escaneo la sala buscando avistar dos ojos que tengan tanto de retina como de cristal,
que logren hacer un salto en el tiempo
y abrir un portal entre mi silencio y el suyo
para recordarme que las reglas de la vida no son las que me han forzado a respetar.

Todos quieren ganar.

Ganar el respeto en la oficina,
ganarse el nombre de la familia.
Ganarse la pareja trofeo, los hijos, la casa, el auto, el patio y la vida ideal.
Ganarse el derecho a portar las ojeras de la rutina y los kilos perdidos
y la ceguera inevitable de ver mucho de nada especial.

Yo no quiero ganar.
Yo quiero perder.

Quiero perderme en el sinsentido
y la marea de los pozos sin fondo de inseguridades de alguien más.
Quiero perder ante la electricidad que corre desde la yema de mis dedos
hasta la punta de mis pies,
erizando mi piel y recordandomé de cada rincón olvidado,
de cada centímetro maltratado.
Quiero recordar el sabor de la derrota en mis labios,
y el escozor de la vergüenza en mi cintura avanzando hacia mis piernas.

Yo no quiero ganar.
No quiero ser la última en cruzar la meta.
Yo no quiero llegar.

Porque lo que quiero es encontrar el punto en el espacio y el tiempo
donde no importen los tréboles ni los bastos.
Donde no haya límites de tiempo, donde no haya cuadrados que limiten cuánto puedo avanzar.
Donde las reglas las escriban tus dudas en las mías.
Donde haya infinitas mañanas y noches que nunca terminan.
Quiero perder ante la magia de las cartas tiradas en el piso,
y de dos corazones quemados en violeta que fusionados hagan una llama que ilumine y consuma.


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