lunes, 27 de agosto de 2012

May 27th 2012

Estoy importando las cosas que más me gustan del blog viejo. Súfranme.


Cuando uno se enamora, el único idioma que habla es pelotudo. Todas las palabras, hasta las dichas con pequeñas acciones, pasan a cobrar otro significado o se convierten en torpes mozos que intentan llevar un mensaje a su destinatario pero se tropiezan al salir cuando las tenemos en la punta de la lengua. Se estiran sílabas, se olvidan acentos, y nada de hablar de lo irrespetuoso que uno puede ser con los signos de puntuación, interrogación y exclamación. Cuando el amor se tira a la mezcla, no hay manera de prever el resultado. Es como cocinar en una nueva cocina, no sabiendo a qué temperatura cocina el horno o dónde están los utensilios o desconociendo con qué está abastecida la alacena. Cada vez que se abre la boca puede ser un banquete digno de los escolares más famosos o un completo desastre al cual ni siquiera las ratas se dignaría a acercarse.

Es extraño, el amor. Y es extraño el efecto que cada experiencia -única, inolvidable, incomparable- tiene en cada uno. Cada vez que uno se deja caer, es como anotarse en un experimento para la cura de uno de los peores males de todos: la infelicidad. Uno no sabe si va a aparecer un repentino salpullido que nos haga no querer salir de nuestros cuartos ante la primer pelea, o si la adrenalina va a ser super-potenciada  junto con un montón de otras hormonas que ni podemos pronunciar.

De repente somos un ente ajeno a la razón y nos reducimos a una bolsa con un surtido de sensaciones extrañas, indescriptibles y demás.

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