Quiero explicar que los posteos anteriores son cosas que escribí hace tiempo ya, que ya no siento. Las quería poner acá porque me gusta cómo quedaron escritas y bueno... Esta entrada sí corresponde con mi actual tren de pensamiento.
Abrirse, amorosamente hablando, a alguien es la peor idea que uno puede tener en su vida. Benditos aquellos que se sacan la lotería y encuentran a alguien que se quede con ellos de por vida, pero maldigo el interín en el que hay que vivirla. Porque la verdad es simple: la aprendemos con cada mirada, con cada suspiro, con cada palabra. La verdad de las relaciones a nadie se le escapa: los cicatrices -si se tiene suerte de sanar- que uno adquiere con cada caída, sea o no fatal, duelen más que cualquier herida. Y ni hablar de aquellos raspones del día a día. Querer, o amar, no trae sólo dicha. Trae ese sentimiento amargo en la boca que conlleva el tener el corazón en la garganta, la falta de aire cuando no se tiene la respuesta que se desea, la incertidumbre, las noches en vela en las que la imaginación nos vuela a un territorio donde no queremos estar, las mañanas con sueño, las pesadillas despiertos, Trae celos, rencores, peleas, gritos, mensajes nunca respondidos, noches de irse a dormir con la ira quemando la cabeza, días enteros de un sentimiento de resaca sin haber tomado gota por el malestar de lo no dicho, o el pesar de lo que se dijo. Trae miradas acusadoras, cuestionamientos inoportunos, desacuerdos que nunca se olvidan. Trae noches en los que hablar no es una posibilidad, por miedo a lo que se puede decir. Trae expectativas que nunca se alcanzan, y la desdicha que es su acompañante menos deseable, siempre expectante para caer en la fiesta sin invitación. Trae noches solos en la cama, pensando en realidades alternas donde se dijo otra cosa, o se hizo tal otra. Trae segundos que duran años cuando se profesan cosas no recíprocas. Trae horas que duran siglos en los que se extraña a tal punto que duele en la punta del pelo por no tener a esa persona a una distancia en la que se pueda sentir su aroma. Trae cuestiones y sensaciones que uno lo abruman. Y trae diálogos que nunca se llevan a cabo, que son los peores, pero los más necesarios, por razones débiles y refutables, pero que uno no puede sacudirse de encima.
Pero mierda que lo vale a veces.
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